El 1 de diciembre de 2006, Felipe Calderón tomo posesión como presidente de México, en medio de un conflicto pos electoral que ciño sobre él el fantasma de la ilegalidad. Esta situación provocó dos cosas inmediatas respecto de la misma toma de posesión que generarían a la postre consecuencias respecto de la forma en como nos relacionamos con el poder; por una parte, que la ceremonia de cambio de poder tal cual se plantea en la Constitución, es decir, la ceremonia ante el Congreso de la Unión en la que el Ejecutivo toma posesión del cargo, a través de la recepción de los símbolos de poder de parte del presidente saliente, fuera atropellada e incluso, el nuevo presidente tuvo que entrar por la puerta trasera y en medio del bullicio de la oposición que prentendía –o al menos eso se hizo creer- evitar el ceremonial, y en segundo lugar, previendo que esto sucedería, que horas antes, en sesión privada y televisada, el presidente decidió que era buena idea recibir la banda presidencial de las manos de un cadete del Colegio Militar.
Esto es importante porque me permite ejemplificar a partir de lo que Foucault menciona sobre el poder soberano y el poder disciplinario: Mientras el poder soberano se manifiesta a través de los símbolos de la fuerza resplandeciente del individuo que lo posee, el poder disciplinario es un poder discreto, repartido; es un poder que funciona en red y cuya visibilidad sólo radica en la docilidad y en la sumisión de aquellos sobre quienes se ejerce en silencio (El poder siquiátrico, Foucault).
Pues bien, ante el desaseo de las elecciones y su dudosa convalidación[1] y ante la falta de legitimidad que el conflicto había generado, esos símbolos de poder no pudieron brillar en el individuo que ahora los reclamaba para sí, es decir el poder soberano se encontraba por decir los menos ensombrecido, por lo que se tuvo que recurrir al uso de otros símbolos de poder que apoyaran y le imprimieran un poco de la fuerza propia a los símbolo caídos en opacidad; por eso el uso del ejército –el H. Colegio Militar, en este caso- en ceremonia privada.
Sin embargo, también ese fue un mensaje, un adelanto de lo que sucedería durante el nuevo mandato: un gobernante que se apoya de las fuerzas armadas para tomar posesión del cargo seguramente intentará gobernar con ellas, o por ellas ¿acaso eso no es un golpe de Estado?
Pero quiero llegar al punto del poder disciplinario, pues si atendemos la definición dada por Foucault y la contextualizamos, el –entonces- nuevo gobierno utilizó los mecanismos de este poder para comenzar a legitimarse.
En efecto, desde mi punto de vista, el proceso de legitimación puede o no efectuarse con el concurso de la población, simplemente se trata de demostrar que se tiene el poder y que se además puede ser ejercido, con todas sus consecuencias. En este caso fue sin el concurso de la población –debemos recordar que técnicamente, sólo la tercera parte de la votación registrada fue favorable a Calderón, y a demás, que votó menos del 60% de la población (58.55%)*-; así, a partir de la toma de protesta resguardada por militares, se comenzó con el siguiente paso, a saber, la militarización del país so pretexto de una declaración de guerra al narcotráfico, comenzaba así el proceso de legitimación del poder, a través del ejercicio del poder disciplinario, mostrando su momento cumbre con la crisis de la influenza suscitada en la primavera del 2009, en un contexto de violencia generalizada y creciente derivada de la lucha contra el narcotráfico, cuando se decidió paralizar la economía nacional a través de la orden de no salir de nuestras casas para no resultar contagiados de una enfermedad nueva y, se aseguraba, letal. El objetivo estaba cumplido, se demostró tanto en el plano nacional como en el internacional, que aunque no se tuviera idea de cómo administrar un país, se ejercía el poder con todas sus consecuencias, amén que ya se tenía el control de los dineros públicos.
Hoy, vivimos en un clima de violencia creciente –más de 30,000 muertos, una auténtica guerra civil- y se nos hace creer que no hay opciones, todos los actores políticos y económicos nos venden la idea de que es el camino correcto, es decir, no importa que durante la crisis internacional hemos sido el país que más se ha hundido, sin contar a Haíti, debido en parte a la incapacidad gubernamental de prepararse para sortear una crisis que se venía anunciando por lo menos tres años antes de que sucediera, y seguimos sin avanzar, ante la falta de un proyecto claro; no se plantean alternativas que permitan reestructurar el tejido social: empleo, salarios dignos, alternativas para jóvenes, atención a grupos vulnerables, acceso a educación, combate a la corrupción[2], etc.
Si volteamos a ver nuestra realidad, podemos observar que no es la misma realidad que la clase dirigente de nuestra sociedad, y peor todavía, no hay sensibilidad política ni social de ésta clase respecto de la realidad que se vive en el grueso de la población.
Si la tesis es que es la sociedad la que debe tomar las riendas del control político del país (Defender la Sociedad, Foucault), en México estamos perfectamente alejados de está aspiración, todos los actores que convergen alrededor del poder –medios de comunicación, instituciones políticas, ecónomicas –nacionales e internacionales, cúpula empresarial, cúpula sindical, actores políticos, fuerza pública, dirigentes políticos, autoridades administrativas, etc.- son parte de una maquinaria compleja donde cada unos tiene un papel específico, y que nos acerca más al cumplimiento de eso que Foucault ha descrito como poder disciplinario.
Bibliografía
Foucalt, M. El poder siquiátrico, Tres Cantos, Madrid, 2005.
Foucalt, M. Defender la sociedad, FCE, Buenos Aires, 2000.
Foucalt, M. Vigilar y Castigar, Editorial Siglo XXI, décimo segunda edición en español, México, 1987.
---Alexred---
P.S. Sigo preguntando ¿Cuánto más vamos a soportar?
[1] Es importante mencionar que el autor comparte la idea de que las elecciones debieron invalidarse por las múltiples irregularidades que se presentaron antes, durante y después de la votación.
* Fuente: IFE
[2] Sólo por poner un ejemplo que nos permita ejemplificar la gravedad de la situación que en este campo nos encontramos, Foucault dice acerca de un proceso de cambio en la manera en que se castigaba durante la transición en el Ancien Régime: … la economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo de la sociedad capitalista. Se ha separado el ilegalismo de los bienes del de los derechos. Separación que cubre una oposición de clases, ya que, de una parte, el ilegalismo más accesible a las clases populares habrá de ser el de los bienes: transferencia violenta de las propiedades; y, de otra , la burguesía se reservará el ilegalismo de los derechos: la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y sus propias leyes; de asegurar todo un inmenso sector de la circulación económica por un juego que se despliega en los márgenes de la legislación, márgenes previstos por sus silencios, o liberados por una tolerancia de hecho. Y esta gran redistribución de los ilegalismos se traducirá incluso por una especialización de los circuitos judiciales: para los ilegalismos de bienes –para el robo-, los tribunales ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de derechos –fraudes, evasiones fiscales, operaciones comerciales irregulares-, unas jurisdicciones especiales con transacciones, componendas, multas atenuadas, etc. La burguesía se ha reservado la esfera fecunda del ilegalismo de los derechos. Foucalt, M. Vigilar y Castigar, Editorial Siglo XXI, décimo segunda edición en español, México, 1987, p 91. Ahora si bien esta situación no ha cambiado, en México los actos de corrupción de la élite y todo los que Foucault señala como ilegalismos de la burguesía en el siglo XVIII, es aplicable a la actualidad.